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Los Abismos de las Aceras (2D3)

♦♦♦ 2ALMANAQUE DEL TIEMPO

Branquias azules se ciñen al cuello perfecto de Adela, cerradas valvas de molusco dormido que adornan la columna de su cabeza erguida, que gira sobre su pedestal rosado describiendo arcos que parecen suspender su movimiento de pausas. Así de prolongada mira Adela.

Mira, inclinando su frente cubierta de rizos la taza vacía que guarda el poso nacarado de una infusión aún tibia y con grumos anillándola. Intenta descubrir, predecir, su suerte o su desdicha. Molesta sus indagaciones la rodaja de limón, levemente ocre y lefa y desprovista ya de la totalidad de sus lágrimas ácidas que se han ido mustiando. Como si se hubiera introducido en la taza la orfebrería de un reloj de pulsera que adelanta y consume un tiempo para Adela, hoy, precioso.

No intenta deshacerse de la rodaja, dejarla a un lado, sobre el platillo donde se planta la taza como un eunuco.

Desilusionada deja de mirar. Su atención, ahora, se distrae por un instante en la cucharilla que lo ha removido todo: el agua hirviente;  el terrón de azúcar; la bolsita de fieltro con su polvillo de hojas secas que ha dificultado el remover, haciendo que la cucharilla se enredara, a veces, en el hilo de algodón que pendía de la bolsa para acabar en el reclamo exótico que la marca “Perfect Mummy”. El vaso de agua, sobre la mesa, permanece intacto, tanto que se ha procurado para distraerse bolitas de aire que van corrompiéndola. Adela, su mirada, todo lo ve triste, ve el tiempo que se ha ido osificando alrededor de todo lo visto. Durante su espera se le esfuman los pensamientos, rápidos, inconscientes y sin importancia que apenas unos minutos antes llevaba consigo como perlas de distracción. Ahora le aprietan las costuras de sus zapatos, tampoco su pié encaja en el molde, quizá en exceso puntiagudo, como para pies afilados o pezuñas de topo. Los racimos de sus dedos se estofan y buscan tranquilidad. Ni aún con cuatro dedos se adaptaría a esa forma de su calzado para compromisos. A lo lejos, en el Zoo, una mona grita.

Pero ni siquiera el dolor se concreta y, rápidamente, se distrae de nuevo en la siguiente nimiedad, ahora la llegada de Ramón, al que observa entrando a la cafetería buscándola con la mirada. Pasa a su lado, la mira sin mirar, otea de nuevo hacia todos los rincones sabiendo no encontrarla, ojea su reloj de liebre que avanza como si leyera un breviario. Finalmente se sienta a esperarla en una mesa vacía, junto a la ventana, aún sin despejar de la consumición de una infusión otra. Adela bosteza unos minutos y finalmente se levanta y se va. El tiempo riza la hojarasca de las aceras sin levantarla. Su calzado es un martirio. Ramón la ve alejarse y pide un café. Es preciosa- se dice. Y sorbe.

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De la Serie – Adela y Ramón

Los Abismos de las Aceras (1D3)

♦♦♦ 1 – La Ciudad y los Tuertos

Los cristales de las ventanas vibran roncos en su domicilio. El tráfico rodado de la avenida captura un trance de miradas con chabacano meneo de nalgas. Es como si un tísico crónico habitara todas las habitaciones a la vez.

Cuando todo esto sucede, callan los dos pájaros en jaula, tendidos en la pared por una alcayata de acero. Callan, presentidores que son de catástrofes al caer. Enmudecen, al mismo tiempo que paralizan la constante brega de un palito al otro. Son jilgueros tuertos, eunucos de un ojo para afinar sus trinos.

Ramón los ha comprado en la Plaza Redonda un domingo de mercado. Eran los más cantores de entre todos los puestos de pajarería; situados, casi en el centro de la plaza, en su mínimo círculo anillado de fuente seca.

Ramón, no está seguro, recuerda al vendedor, también tuerto; su mujer, tuerta; sus hijos, tuertos. Con su ojo neblinoso engarzando a Ramón, hipnotizándolo a la compra.

Un veguero, en la boca ladeada del comerciante, enmascaraba su ojo tieso haciéndolo vibrar de espejismos en miradas.

Sus hijos, su mujer…todos tuertos del mismo ojo. Quizá el derecho, quizá el izquierdo. Que no se acuerda Ramón, abocado a escuchar el ronco tembleque de los cristales que fotografían su vida.

 

 

Entonces se acuerda de don Rosendo Amores, del que se supo, una vez muerto, que poseía dos ojos, intactos, hasta el mismo día de su defunción, que después, apagados en la muerte, se dieron a perder.

Sin embargo, Angelina, su mujer con cincuenta años de esposa a sus espaldas; Luís Eduardo, hijo aún anclado a la custodia del hogar, o Fernandita, la juguetona niña pequeña, ignoraron el hecho, hasta que el Doctor Bravas al quitarle el parche de su ojo izquierdo una vez fallecido, se lo comunicó a doña Angelina y ésta a Luís Eduardo. Sólo, al parecer, Fernandita, tan juguetona con su padre, ya lo sabía, pues no dio muestras de sorpresa alguna. Qué misterio, pues, encerró a Don Rosendo Amores que, tras cincuenta años de matrimonio y algunos de noviazgo, fingiose tuerto del izquierdo sin cejar en su impostura. Turbia es la vida y rara su practicidad.

 

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De la Serie – Adela y Ramón

Otro relato de la misma serie aquí

Adela y Ramón

01 – Bajaba un gato por el tejado rabioso, ondulando en la bestia sus rojas tejas, molesto de sus pisadas. Y las enanas flores de la noche, en sus macetas de balcón en terrado y terraza de azulejo, estirando sus hojas a la rosada fresca para contarnos sus cuentos.
El cable eléctrico, enroscado en trenza fina y sin fin y clavado a sus botones de porcelana, algodonan su traje de pelo empapado, tejido poroso que brilla como el sofoco.
La luna, entre dos postes metálicos de cartel con un sofá barato, con su cara redonda, mira  los tejados con  su aire de agujero de esquina, aguardando clientela.

La brisa agita el musgo incrustado en las tejas. Los cilios de los hongos bebiendo la noche como la leche.
Una zapatilla yace sola y olvidada al relente que huele a jabón.

Y el gato enfrascado en Adela y Adela enfrascada con el gato.
Casitas silenciosas y mudas y muertas la mayor parte del tiempo.

Todo se esconde entre el visillo de ganchillo blanco disimulando el tenue vaho del ventanal.
Adormiladas en sus minuciosas digestiones, las noches claras suenan a eco. Hacia ellas se empinan las acacias por las tapias del jardín. Sus hojitas descaradas se asoman a la acera para contarnos más cuentos.
El día  fue gris teja, traído por un cielo de planisferio escolar.
Sin trueno se desmenuza la lluvia entre los dedos de una Adela tendiendo la colada.

Fue tan inesperada su visita, como la del gato.

Los vió tan distraida, tan en cuerpo presente, que se puso a hablarles con su voz de gota.

Sabe la lluvia con regusto a cemento. Se apoderó de la noche un día gris derrumbado con desgana en el polvo de las calles.
Rodeando el puerto asoman los edificios. Fincas de corral, plantas de terrado jorobadas en palomar. Volando, sobre la selva azulada de sus balcones y las chimeneas enfermas de los buques, traza el murciélago su adorno de sobaco de estibador que huele a griffa.

Un disco azul pesca en las esquinas el viento rebotado en el laberinto de las manzanas que huelen a frito.

El edificio picudo; el patio con aristas; el chaflán redondo de los escaparates con mugre, moldea su trayectoria hasta dar en las mejillas de una Adela que siente la señal de no aparcar como un aviso.
Al mirarse el dorso de un dedo, que al instante se da cuenta que es suyo; salta el ocre, casi mineral de sus manchas de tabaco.
Entonces suspiró Adela y se dijo que estaba agotada.
Arranca la niebla los carteles pegados  que escupen deseos. Caen los anuncios enfermos de humedad; atragantados de vaho portuario, que es vapor de roedor invisible ahora que la lluvia ha cesado.

02 – Desde la encrucijada de unos bloques de alquiler, Ramón, mira el desfiladero del alumbrado que es bruscamente cegado por la mole plana de aquel último edificio que le parece el cine Imperial.
Desde su habitación ve Ramón el zig-zag entre azoteas que ocultan las plazas, tramos de domicilios y falsos deslunados, degranando claridad hasta confundirla con el sol para, de nuevo, ser invisibles.
El día cae vigilando sus luces, a lo lejos. Presentándose como noche desvelada y disgregándose en claridad de mortecina luna.
La luz tiene más velocidad que Ramón.
Ramón tranquiliza  los días, los mece para que den de sí. Cada amanecer es una delicada operación de amansamiento, de caricias informes, de silencio, poco a poco rellenandose de ruido diario, de ballestas, deslizándose hasta una armonía frágil que le estalla hacia la tarde en una incontenible amargura.
Ramón al despertar cada mañana anda de puntillas deslizando sus pies en delincuente silencio, acunando el día que se despereza por ver si pasa de largo.

03 – Ya la liturgia civil se apoderó del animal gregario que habita en las ciudades. Andaba el hombre atareado en su afán impuesto. El hombre con opinión engorda en la barbarie. Todo cae en la balanza de su mirada. Está  preso de lo otro, ya no se distingue del mal que abomina en las tertulias.
Creyendo ver el agua clara, la bestezuela se ha confundido. Anda molesta, demasiado meneada, batida por las calles que huelen a orín.
El poder de la mirada, su evocación, estremece suavemente la espina dorsal de Adela mientras riega el balcón con la alcachofa de los días rayados.

Cuando se mudó Adela a su vestido nuevo comprobó que las hombreras la musculaban,  hablando por ella. Aquel relleno de espuma la molestaba.
El lenguaje de los signos es de mi exclusiva competencia, pensó, mientras cortaba con las tijeras los apósitos químicos pendientes ya de un hilo en su vestido amarillo.
Adela tiene que pensarse a sí misma. Aún está difusa, por dibujar. Todo en ella son rayas, borrones y manchas de tiempo embalsado.
Estremeciéndose alcanzó las medias sobre la cómoda, calzándoselas distraída, como si fuera una goma para borrar sus desdichas.
¿Dónde estaban las sandalias?. Adela se desesperaba.
Pronto cae en la cuenta, con un acceso de sorpresa repentino y mentolado, que los acontecimientos que vivía, en los que entraban los demás, apenas eran  una mala elucubración para si misma. El elenco de figurantes, por su parte, vivía otras escenas. Así que todo daba igual y, sin embargo, parecía ir deteriorándose.
Adela suspiró ilusionada por ser la tramoyista de su propia vida, de eso hacía ya un tiempo, y caligrafió su deseo en el hule azul que compró en un estanco. Se sintió satisfecha porque apenas había utilizado la goma en sus ilusiones; una goma que acabó mascando para escupirla sobre tres azulejos verdes en su habitación. Había que abonar la luz y el agua. Tenía que abonar su vida. Pagarla o echarla en la tierra, eso no lo sabía.

04 –   El admirable complot de los días hace que Adela mire por las ventanas. Correr los visillos para, así, ser el ojo tuerto de su habitación a oscuras.
Le hablaba Ramón, a su lado, aquella tarde, pensando en voz alta. Con el devaneo continuo de sus afirmaciones. Como probándose el traje de su difunto futuro para ser extremadamente puntilloso. Por su parte miraba Adela la inexistencia de Ramón como la suya propia, confiando en que eso era el amor, desconfiando del razonar como de una merma; una amputación cruel a una tranquilidad que pasa de puntillas.
-Hay días en los que parece me cojo el rabo. Lo busco entre mis manos y se ha escurrido. Ya no está. Es la mirada quien lo evapora. Sin los ojos primordiales e inéditos, la mirada es una farsa.
Adela le decía a Ramón estas cosas y otras parecidas.

A un Ramón que, incómodo, la escuchaba en sus ojos, como quien mira la tele ¿Eran sinceros, le engañaban? se preguntaba Ramón bajando los propios, como quien escucha un anuncio.
Adela sabía mirar el cristal de las ventanas. A todas horas. Hasta en el día claro que brilla de mañanas y ciega las pasiones. En los variados cristales de las ventanas cerradas que esconden el crimen de los días que van acumulando los pasillos.
Pensó en el azar. Lo vió en las estrellas que, minuciosas, apuntaban la noche en su dietario imperturbable, transformando el azar en algo previsto.

05 – Por un tiempo, se decía Ramón sentado en la terraza de un restaurante, no he dado crédito a las revelaciones de mi propia conciencia. Dudar de mi pensamiento ha sido bálsamo encubridor de lo más perjudicial en mí. Sin embargo, hay momentos en los que se es consciente, como ahora, yo, aquí en la mesa cuajada de aperitivo, decía, se es consciente de los manejos y enmascaramientos que uno se va haciendo entre una ración de aceitunas y un vasito de vermú.
Sí, hay momentos- se decía.
Porque de nuevo, en cuanto puede, la mente se retrae a su impostura de comodidades.
En ciertas gravedades nocturnas, cuando el pensamiento ya no se  me desvanece ligero y diurno, vibrado y retraído, cuando la propia pesadez del cansancio no da tregua al pensamiento huidizo, viene la revelación reposada, como ahora, ante estas gambas, y aspira a materializarse venido el día. Quiere ser en el mañana y no lo alcanza.
Por decírmelo de otra manera (aquí Ramón succionó el contenido de una aceituna rellena): son los momentos en que se vive la certeza de que una idea no es un argumento. Que, éste último, no es más que el necesario oropel gustoso que la cobija. Pero no es la idea.
O, también, por decir ahora lo mismo pero de otra modo: que el refugio es el desprecio de uno mismo. Y el vivir es el refugio.
Si apenas nada se puede creer, es insensato no reconocerse, no hacer de uno cierta creencia, sin pasarse. No puede, no debiera dudarme de mi propia presencia. Ignorarse es vivir argumentos de continuo. Y, Ramón volvió a pedirse otra cerveza. Ya agotado y huidizo. Deseoso de que Adela le mandara a paseo. ¡Qué dura es la vida!, le dijo a un berberecho.

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Presuntamente olvidada la sección Lecturas Instantáneas aqui les dejo una ración doble. Se trata del comienzo de la primera parte de Adela y Ramón. Uno de los tres relatos cortos sobre el Cabanyal (una pequeña ciudad incrustada en Valencia como un orzuelo) Aquí se nos relata el inicio de la ruptura de esa pareja de novios. Con el tiempo dejaré aquí los comienzos de los otros dos relatos: La Vida Tuerta y La Colina Ferroviaria.