
Los Amores Furtivos
A don Pío no se le había visto andar con tantas prisas, ni tan veloz, ni tan sofocado ni tan nervioso y agitado.
Lo corriente y natural era verlo demorado frente al escaparate de una pastelería, por ejemplo, muy pensativo, estoico y romano frente a un merengue nevado de café. Idéntica actitud meditabunda afloraba en su rostro frente a otros escaparates, no todos, y escogidos: de lencería fina, o ante los muestrarios de los estudios fotográficos que viven de las novias.
La distancia que separaba los varaderos visuales las cubría pasmosamente lento. Y con él, delante de él, siempre Caifás, su perrito indefinido, trotando animoso, curioseando, husmeando humedades y aguardando a su amo para, caracolero y juguetón, cubrir el trecho que los conduce al siguiente escaparate.
Perro y amo en continuo cabotaje, cuando el fin de la tarde los va conduciendo a puerto.
Pero hoy don Pío tropezaba torpe, rebasaba transeúntes y se cruzaba con ellos como una exhalación. O se trastabillaba en los bordillos romos, ya cansados de tanto automóvil con su agudo grito de goma.
La minuciosa ruta geográfica de los escaparates, ahora, era rebasada sin atención, desbordada. Jadeaba don Pío como un barco de vapor ajeno a los puertos.
¿Dónde se había metido Caifás? Eso quería saber don Pío, ese era su desasosiego sin rumbo y otro.
Que ensimismado sobre unas enagüitas finas y con volantes se le perdió de vista el can. Creyéndolo en la esquina, olisqueando un extraño chorretón seco. Desconcertado que andaba el perrito de nuevo aroma que no pertenecía a la barriada, inédito. Esa fue la última vez.
Lo llamó don Pío. Torció la esquina y allí sólo vio una tapia con unos gatos dormitando tiña.
Desandó sus pasos hacia el escaparate visto. Y aún desanduvo más. Nada tampoco, Caifás no aparecía. Y se vio corriendo por lo ya corrido mientras la tarde se despedía flotando.
Vecinos de todos los días lo observan en su ir y en su venir. En su pasar de nuevo y en su pasar de vuelta, en su retorno igual y repetido. Sin decirle nada, claro; que a don Pío nadie le dice, porque no contesta cansado de tanta burla repetida. Desde cuando los escaparates se le presentaban sinuosos y vivos como si le latieran anunciándole la vida.
Y, sin embargo, lo bueno pasa, las pujanzas se arrugan y ya sólo le queda la melancolía permanente y vaga; más económica.
Ya oscurece y no sabe qué hacer. Sería, piensa, la primera vez que Caifás regresa solo a casa. Camino reiterado, aprendido, pero a su vera siempre, porque es miedoso el chucho.
Acorta, pues, don Pío hacia su domicilio, por ver de llegar cuanto antes y atisbar al perro en la puerta, aguardándolo nervioso, quizá temblando. Y enfila pues la Calle Rancia, donde guardan los traperos lo mucho que tomaron: huesos de aceituna para los braseros; ropa vieja para la confección de papel basto que aguarda al señor Keith Luger para abrillantarse; objetos orinados de nostalgia que se los llevará un camión rumbo al puerto para embarcarlos hacia nadie sabe qué alcobas… Al cruzarlas, al otro lado de las tapias, un perro guardián le ladra desde su almacén defendiendo la podredumbre.
Sale, al fin, a la Plaza de la Bomba, ya incendiada de farolas. En medio la fuente seca, y tras ella, repara, la corta cola de un Caifás asomando agitada. Don Pío se presenta allí, y ante el espectáculo se queda atónito. Viendo a un Caifás yaciendo a la suya, como haciendo que no le ha visto, sobre una perrita, montándola, muy mona, ensortijada de ricitos, lacito ocre de princesa entre sus gachas orejas esponjosas, y largas como guantes de paseo y unas pestañas que parecen caracolas.
Cuando Caifás se ve a don Pío, enarca sus cejas, pobladas cejas negras y azafranadas que refuerzan su mirada imploradora. Los ojos del perro miran brillantes, como pidiendo comprensión. Suplicándole espera.
Don Pío no sale de su asombro. Caifás le hace notar que está y permanece anudado a la perra, a la espera de poder desasirse del gozo. Le implora paciencia, como leyendo la última página de un capítulo tremendo. Y es entonces cuando la perrita ladra gutural y fina y de canutillo, como si ladrara desde muy lejos cantando una copla de fuego. Con ojos aún vacuos y acristalados de placer lo hace.
Don Pío, entonces, se aleja hacia el banco de la plaza para acomodar la espera. Sin explicarse aún la salida de Caifás interrumpiendo el paseo sagrado que ambos realizan indefectiblemente.
Desde allí, pensativo, mira al chucho, buscando la forma de reprenderlo, sin encontrarla…sintiendo una intempestiva felicidad que lo invade allí mismo, mientras lía y fuma un cigarrillo de hachís descansado sobre el glorioso banco.
La humedad nocturna, al cabo, los descorcha. La perrita, culo encogido, trota hacia una esquina y desaparece. Caifás, como escaldado, se va aproximando a don Pío, rabo pegado al culo, como encogiéndose de hombros por su desliz. Puede que sonriente al adivinar otra sonrisa en su amo.
Al llegar junto a don Pío se para frente a él, sumiso, aguardando instrucciones, como si fuera un prospecto su amo; sin osar sentarse y descansar, agotado el chucho. Después la mano de don Pío le acaricia la testuz y con la otra mano arroja la colilla consumida bajo el banco.
Se levanta y desaparecen ambos, rumbo al domicilio mutuo. Que ya hay hambre de cenar bajo la luna menguante de la noche puesta por la vida.
…….
Un poco de lectura para un verano que asoma. De la serie «Almacén de Conocidos»