
1ª Parte - La muerte y el muerto (2)
03- La muerte
El agonizante muere solo; ahora, quizá, doblemente solo, pues no sabemos si el exterior, ese leve contacto con lo ajeno, lo percibe. Nada nos puede comunicar. A menudo confundimos los signos de su propia muerte con señales hacia nosotros; así nos gustaría que fuese. Pero lo más probable es que nada de ello suceda. Sus pensamientos durante la muerte nos son desconocidos. Nos inclinamos a pensar que algo sucede en él. Quizá sus elucubraciones se conformen sólo en el pensamiento, fuera ya de todo lo físico e inmediato. La espera es larga y nos inclinamos a pensar que morir también cuesta, lo mismo que vivir.
Mas, al final, llega la noticia esperada: definitivamente el agonizante ya es cadáver. Su cuerpo ya no es entendible y se objetualiza. Ya pasa a ser cosa. Dentro de nada molestará su presencia. Ya, casi al momento de ser cadáver es recuerdo. Los familiares se dicen a sí mismos, y entre ellos, que el muerto no ha sufrido. No deja de ser frase de circunstancias, pues, en su agonía, la impresión que nos ha producido ha sido la contraria. Impresión puede que errónea.
Se asistirá, al día siguiente, guardada las preceptivas veinticuatro horas en la nevera, a su sepelio.
El muerto queda expuesto en el interior de un féretro; un modelo de gran alzada, de siniestro negro ajado, que lo contiene muy en su interior y apenas se le ve. Solo se nos presenta su cara; el resto del cuerpo permanece cubierto entre madera y un lienzo orlado.
Su faz nos impresiona. Primero por su rigidez, su carencia de muecas o expresiones. Su carne ya no nos parece carne, y la identificamos, más bien, con el plástico barato sin refinar.
Es su color, quizá, lo que más lo hace otro y nos lo ajeniza en el recuerdo. Ahora nos damos cuenta que ese ocre cerúleo y crudo que se utiliza en la imaginería cristiana está muy conseguido. También apreciamos que son colores que no se utilizan en el colorido del vivir, ni en trajes, ni en muebles; es un color proscrito.
Desde la posición en que lo vemos dentro del ataúd y, a su vez, en el interior de un cubículo acristalado, se nos hace aún más irreconocible. La rigidez de sus fosas nasales, su elongación máxima, nos presenta una nariz descomunal, con unos agujeros que no poseyó en vida, tan grandes. Es la elongación de la muerte.
Sus cejas ya no nos parecen pelos, más bien las concebimos ahora como postizas. Las de un muñeco poco logrado.
Algunas motas, también ronchas amarronadas y azulinas han comenzado a cubrir algunos de los pliegues de su cara, es cartón viejo que estuvo mojado y secó al sol, transformando su color originario en algo ya desvanecido. Son los matices del polvo.
Visto el cadáver, abandonamos el mortuorio con una beatitud lánguida que, sin embargo, nos apacigua. La muerte ha sucedido.
04- El sepelio
Los familiares y algunos conocidos aguardan a que el muerto sea trasladado al crematorio y transforme en ceniza. Eso sucederá una vez sea conducido al Cementerio General, aún el único camposanto público que posee tal adelanto. Las instrucciones del muerto a sus allegados así lo establecían.
Las diferentes actitudes de los familiares, aquí en los entierros, se especifican claras. El miedo se deja ver, en la gravedad y también en nerviosas ligerezas. En general, dejando aparte a los más íntimos, un muerto no interesa. Uno piensa que muchos de los presentes hubieran hecho mejor en no aparecer por el sepelio, hubiera sido lo más sensato. Ellos mismos así lo desearían; pero son las circunstancias las que marcan su actuación, la representación de un ceremonial.
En este sepelio, como en la mayoría, encontramos actitudes distintas. Algunos huyen de las proximidades del féretro y se apostan en la calle para fumar o conversar de un modo fútil. Piensa uno que tienen miedo a su propia muerte, que han meditado poco en ella y en su inevitabilidad, pero seguramente se equivoca.
Los hay, por otra parte, los muy dados a las inconveniencias cuando el acto les ha desbordado. Todo se perdona aquí, en estas circunstancias.
Uno, en fin, piensa que los entierros deberían ser ejecutados en la más estricta intimidad y sólo por el muerto. Y se podría comunicar el fallecimiento del familiar una vez consumado su inhumación con un sencillo e-mail. Así se evitarían tantas inconveniencias. La muerte, hoy por hoy, es una bagatela. La entronización de la vida como sensación y supremo bien ha acabado por relegarla al mal gusto. Parecería, pues, que morirse es algo hortera y pasado de moda, un vicio ocultable.