Archivo mensual: noviembre 2009

Macetas

Historias Mínimas

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…quinta entrega de nuestro estupendo coleccionable 13Rue Babilonia.

Lo que me contó Susana

El Regalo

Las 7 vidas del Conde Ántrax

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La seda se posaba lángida en el delicioso cuerpo de Emily Pardeza, como si pretendiera hacerle un vaciado en escayola, tal era su querencia que ni un sólo poro dejaba pasar por alto. El fino vapor del tejido la acariciaba voluptuoso. Aquel indecente camisón se lo había regalado el conde Ántrax y  en la oscuridad lo iba notando como un parpadéo, de ida y vuelta, restregándose por todo su cuerpo con dejadez mórbida, sensual. ¿Por qué había aceptado aquel regalo de hombre tan aborrecible?. Quizá porque su contacto, cuando sus dedos lo atisbaron, ejerció en ella una estremecedora hipnosis en su ansioso yo. O puede que la partida hacia Madagascar del conde despejara un tanto su repugnancia hacia la dádiva. El caso era que lo llevaba puesto en la penumbra de su habitación. Ahora, que sabía que el conde Ántrax andaría por la húmeda jungla tras la caza del simio u otras bestias semejantes.

El conde le dijo cierta vez-“¿Por qué es tan mala conmigo, Miss Emily, acaso mi virilidad le repugna?

– ¿Su virilidad? ¿La conozco?… ¿La tiene, por cierto?

– Me hiere usted, Miss Emily… no esperaba tal vileza de sus labios…

Sabíase en toda Oklahoma que el conde había sufrido el estallido de un obús entre sus piernas. Decíase que fatalmente para su hombría. Y que repugnaban sus consecuencias hasta a las mandungas de Gutural Park, allá donde por un centavo se salía satisfecho.

El conde, poseedor de tan gran fortuna que andaba empinada por las quebradizas cúspides de la bolsa neoyorquina, le propuso matrimonio en el cementerio de Bootleg Falls mientras una amiga común daba descanso a su perrita Lucy en el reservado para bestezuelas con clase. A Emily le perturbó lo inadecuado del momento y del lugar. Y aquella mirada de animalito triste que el conde frunció en su rostro al pedirle nupcias, en lugar de conmoverla la sacudió en repugnancia y terror.

Mas en la penumbra de su habitación ya sólo un lívido ruido, si acaso junto al aleteo de unos lepidópteros restregándose entre las flores del jardín, en aquella vaporosa prenda lograba estremecerla con sus caricias de pétalo.

Cerró sus ojos y se dejó llevar por el vaivén de la tela, que aparecía con vida, meciéndose sola y sin ayuda de brisa. La cosa es que Emily estaba cansada, agotada  tras el paseo nocturno por los jardines de Monticelli, en busca de sosiego tras la partida del pertinaz conde. Comió bombones para olvidar al sujeto, mientras la placidez de la caminata acabó por asedarla. Y entonces lo notó. Por una fracción de segundo la epidermis del conde dejó su disfraz de tela. Y un hedor hediondo se esparció  por la habitación, mas al instante, todo recobró su delicia. Notando que la seda se aferraba a sus muslos para buscar sus hendiduras y estremecerse palpitante sobre el montículo de sus inhiestos pezones.

La adormecida Emily sintió como el tejido se adentraba de súbito en su intimidad más secreta, con el ímpetu del chorro de la manguera en riego. Y, en su inconsciencia, derramó fluido y estremeció su espasmo.

Se despertó horrorizada, sucia, mientras los bombones que había ingerido durante el paseo nocturno asomaban vomitados en arcadas de repulsa hacia el alfombrado de Moaré.

Sudada como yegua corrió hacia el escusado. Se arrancó a zarpazos la fina prenda, lanzándola sobre el bidet, y con rabia incontenida regresó a la habitación para asir la caja de fósforos de su monederito. Farfullando maldiciones dejó que la prenda ardiera en su cobijo de porcelana. Después, vomitó de nuevo.

Fue en aquel mismo instante, mas en lejana geografía, cuando el conde Ántrax, inconsciente en la pérfida jungla, paralizado por la lechosa ponzoña de unos lepidópteros azulados, yacía envuelto entre sedas segregadas con ímpetu por miríadas de gusanos con cabezota de falo, eyaculadores de un pútrido mejunje corroedor de anatomias. Y, sin embargo, reía.

Pasó el tiempo y las delicias de la juventud, al cabo, hicieron olvidar a Emily episodio tan procaz. Conoció a Evan Coyoughmurphy, se casaron y fueron la envidia de todo Rivendale. El ganado vacuno les dio fama y fortuna y las galardonados cabestros Coyough condujeron mansamente al matrimonio hacia la felicidad más absoluta…hasta que la pobre Emily dió a luz algo que la estremeció…y durante tres días aquel bebé no dejó de reir a mandíbula batiente …mientras, la mirada de Emily se perdía irremisible en las sedosas ensenadas de la locura, postrándola vegetal …Evan, por su parte, se suicidó entre los Erales.

Asi fue como el conde Ántrax retornó a la vida por primera vez… doblemente rico, entero de precisas carnes y heredero de una condesía que dejó en regla en las oficinas de Milton & Caniff Asociates antes de su partida a la profunda y misteriosa isla. Hinchado de odio hacia una mujer que había menospreciado su secreta virilidad…estas fueron, pues, sus vidas y los tormentos de Emily Pardeza…

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…por fin, la señorita Samsa nos deja hurgar en sus manuscritos. En los que, de cuando en cuando, hincaremos el diente. Comenzando por esta extraña historia de pasiones desaforadas y perfidias sin cuento…

El Parvulario del Tiempo

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Desde la terraza cae la tarde sobre los tiestos. Allá, un edificio comienza a temblar; otro se aposenta en primera fila para no perderse el espectáculo de las ventanas. Pero ya no hay silencio. Qué ya todo fue invadido por esos pequeños aparatos que simulan nuestra memoria. Mas desde aquí, aún se contempla la corteza de los días, su declinar. Y se asiste a su muerte mientras nos van regalando sosiego. Abajo, la argamasa teje biografías.

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Anochecida la tarde me miran dos gatos. El compás de mi lápiz los distrae adormeciéndolos. Cuando borro creen que son pulgas lo que esparzo en la terraza. Es el momento mágico en el que, todavía, no asomó la electricidad. Los domicilios parecen mortajas. Allá una vieja mira los días que se le fueron. Una casita me pide socorro. Son esos instantes en que sólo una taza de café nos reconcilia con lo civilizado. Y el bostezo es vida.

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Eugène Ionesco

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En el centenario de Eugène Ionesco. Adaptación libre de «Cuarto cuento para niños menores de tres años»  publicado en 1968 en el segundo tomo de sus Diarios. «Présent Passé Passé Présent».

Treinta y seis grados

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Cuarenta grados

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