
Desde que Abel Tapia baleara a un perro en una calle de Chihuahua, y sonara un: ¡cabrito! entre la muchedumbre anónima; le llamaron Cabrito Tapia.
El primogénito de los Conchos, Edelmirito, lo llevaba siempre a su lado y el pistolero, para eso le pagaban, cuidaba del joven.
La primera vez, Edelmirito se metió con un tahúr y Cabrito Tapia no tuvo otro remedio que matarlo. La segunda vez, le dio dos hostias a Edelmirito. Y no tuvo que matar a nadie.
Aún así, Edelmirito lo idolatraba. Y había conseguido de Abel lo adiestrara en el manejo del revólver. Don Honorato Conchos se complacía de tal enseñanza, Evita, la chamaca de Don Conchos, no lo aprobaba.
Y es que todo le parecía mal a la niña. Desde que vino de Boston, tan ahuecadita ella y tan sacadora de defectos.
Que si el hedor del corral y la peonada, que si los sucios garañones y las malas pulgas de los cabestros, que si el aireado de su dormitorio…que si ¡leches! se decía Don Concho. La niña le había vuelto muy señorona. Y le complacía.
Muy en su sitio.
Muy hijita de Don Honorato Conchos. Que tenía más reses que piojos habitaban en toda Chihuahua. Y los dengues, y la tontería, se le salían por las orejas, a la niña. Que no a Don Conchos, caballero e hidalgo de abolengo rancio y genesiaco. Pues su bisabuelo, arribó con las mesnadas de Bernabé de Mondejar, más conocido como el degollador Mondejara, por lo bien que regaba los campos con los indios levantones.
Evita, en la tienda, había dicho:
– Que aquí, el tejido es muy basto. Impropio – dijo, sí – impropio de la casa de los Mondejara de Conchos. Habituada a otras galanuras menos bastardas.
La seda del Mississippi tampoco le valía a la niña. Quería un vestido, por pedir, de raso Otomano. Que nadie supo qué era aquello, y la tomaron por muy viajada. Más no todos.
Que el joven de los Tapia, moreno y Moreno, pues así era y se apellidaba por parte de su mamá, la tildaba de malcriadita, meliflua y espantosamente adorable. Y apostó si alguien, bien pudiera ser él, domesticara a la mona.
A los oídos de Evita, arribó la apuesta. Ya sustanciada como tal en la cantina de Borromeo, el que tenía diez chamaquitas y todas viciosas, se decía, al frente del negocio. Al frente y también detrás, que los pesos supuraban desde los camastrones.
– ¿No es ése el moreno de los Tapia, aquel chamaquito de las pequitas en la frente? – inquiría Evita a su doncella Paloma Soto. Preparada para el evento de aguantar de la niña lo que viniera.
– No… ¡qué va!…El de las pecas, es su hermano, el Abel, el que cuida del señor Edelmirito. Que con eso de ir barbado ya no se asoman. Éste es el otro, el Caín, el que ayuda a su padre en la funeraria y acicala a los difuntos.
– ¡Qué atroz! Debe ser un bobo
Y se espantó de un manotazo a una mosca rondadora.
– Y huele a muerto – le bisbiseó la doncella al oído, como quien dice un secreto.
– ¿Y qué olor es ése?
– Como a champiñones – respondió Palomita, santiguándose tres veces.
Desde que en Boston Evita probara el champiñón, todo lo agradable olíale a ellos. Lo consideraba un manjar lánguido, mortecino, muy de vahídos románticos. Proveniente del mismo polvo picante del pecado. Y, ni ella sabía por qué, le entraban unas ganas locas de olerlo. Suspiraba, y se estremecía como el bambú.
– ¡Qué cosas tienes, Palomita…tú, qué sabrás de aromas…
Paloma, efectivamente, poco sabía de aromas. Mas era doctora en hedores, que para eso su padre, el ciego Paloma, se le acercaba a toda hora para rascarle el bolsillo y sonsacarle las nuevas de los Conchos. Por ver si asomaba un corrido al son de su guitarrón. Que para eso era ciego y le daba por el son.
– Mira, Palomita, de ésta nos llueve plata, que de aquí sale un dramón a cuenta de Mondejara. Y es que esa niña que tienen nos va a cubrir las espaldas. Tu encélame al Cabrito, que la niña le hace aguas. Que yo le pondré la letra y tu bailaras descalza por las cantinas de Orejo, Matamoros y Oribamba.
– ¿Qué dices, papito, estás loco? – le respondió la chamaca – desde que empinas el codo te crees el maestro Bocanegra, ese que compuso el himno de nuestra querida patria.
– Pues ya le tengo yo el título a la bonita canción. Y si todo va a tal fin, le pondré…Cuando Abel mató a Caín.
Mas no le hizo falta a Paloma encabritar a las partes, que la niña se bastó para organizar la parranda. Pues nueve meses después nacería la evidencia de que la nocturna apuesta concluida se asomaba. La única novedad fue que las que bailaron descalzas fueron ya las dos, no en las cantinas de México, sino en tierras de Alabama. Y fue en el espectáculo ambulante de los hermanos Quirós, asociados de ocasión con el Circus Morgan Bros.
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Novela Popular. Ejercicios de estilo (oeste)